I.
En un diálogo con Deleuze en 1972 Foucault sentenció que
los intelectuales habían finalmente descubierto que las masas no los
necesitaban para saber; que “ellas sabían perfectamente, claramente, mucho
mejor que ellos”.
Se derrumbaba con esta sentencia el ideal del “intelectual
orgánico” que signó gran parte del pensamiento -principalmente el de izquierda-
durante el siglo XX. Se trata de una cuestión secular porque la de 1917
había sido una revolución particular: lo que se plantearon los rusos fue llevar
la teoría a la práctica, es decir, la direccionalidad se ejercía desde el
ámbito del pensamiento hacia el ámbito de la praxis de manera
manifiesta, había que llevar los principios marxistas -atravesados por la
mirada leninista- al ámbito de la política. En ese esquema el intelectual
-aquél que podía hacer la exégesis correcta de los textos- tenía un papel guiador
de las masas. Paradójicamente, allí donde se instalaba el pensamiento
materialista, se filtraba el idealismo platónico: el intelectual era una
especie de “filósofo rey”, aquél que había visitado el mundo de la Verdad y
que, vuelto a la caverna, tenía que tomar de la mano a las masas iletradas para
conducirlas a su destino liberador.
De ahí en más, y sobre todo hasta 1989, se vivió un período
en que intelectualidad, izquierda y militancia fueron tres conceptos en
tensión, sobre todo durante las décadas del sesenta y del setenta en
Latinoamérica.
II.
Sarlo habla aquí de las bases culturales del
kirchnerismo de izquierda, algo expresado también por @SoyPuri: el kirchnerismo
progresista tiene raíces comunistas en sus prácticas, discursos y modos de
hacer política. Adscribiendo a esa tesis, no parece extraño que se vuelva a
reeditar la discusión “militancia” vs. “análisis
político”. Se reedita, además, con sorprendentes similitudes. En primer
lugar, la crítica del “militante” Selci al “analista” Rodríguez se ejerce desde
el locus de izquierda. A esta altura de la historia, consideramos que la
izquierda es tan sólo una posición estética, consiste en la necesidad de
ciertos sujetos de adoptar los caracteres legitimados como “de izquierda” para
agradar al público políticamente correcto, en la nota de Selci existen marcas
muy claras de esta postura: el rechazo a un supuesto “conservadurismo” en
cualquiera de sus formas, la referencia obligada a “los treinta mil
desaparecidos”, la retórica de “la lucha contra los poderes fácticos”
(preguntamos: ¿de qué poderes fácticos nos habla Selci? ¿es posible la política
sin “poderes fácticos”? ¿qué es el kirchnerismo sino un poder “fáctico”?). En
segundo lugar, la importancia que se le atribuye a la praxis por sobre el
pensamiento; dice Selci: “lo lamentable, por cierto, no estriba en el hecho de
que ciertas personas escriban en lugar de actuar, sino de que escriban abandonando
la posición militante”. Como si el abandono fuera un pecado mortal, una
infidelidad a un contrato adquirido anteriormente. Y también, como si la praxis
se igualara a revolución y el pensamiento libre a conservadurismo. Categorías
ya conocidas, utilizadas y reutilizadas desde hace décadas.
Selci, que pareciera escudarse en la combinación de
militancia y análisis como virtud personal suya, termina lamentándose de tener
que volver a la notas de Morales Solá en La Nación, como si se tratara
de la referencia de derecha que guía a la izquierda, por oposición.
III.
En nuestra perspectiva, este problema del “analista
político” tiene tres dimensiones importantes: una es la pregunta por a quiénes
se dirige su discurso; ya que el intelectual, por definición, se dedica
exclusivamente a hacer discursos. Algo que deberíamos haber aprendido del fin
de las experiencias socialistas y de la crítica a la figura del intelectual
orgánico es que el discurso intelectual no puede ser masivo, como dice Sarlo aquí “si llega a muchos, llega todo
mal”, porque además, y como dice Foucault, las masas no necesitan al
intelectual para saber, se dedican, simplemente, a universos diferentes.
La otra dimensión es cuál es la relación que los analistas
establecen con los acontecimientos políticos, o si se quiere, con las
adscripciones ideológicas. Hay numerosos casos en que esta relación se tensa de
tal modo que algunos quedan en el dogma (acusados de no ser más intelectuales)
y otros quedan en la detracción (acusados de traidores). El problema con el
dogmatismo es que nos impide ver los grises, una vez terminado el mundo
bipolar, pareciera que los blancos y negros ya no nos permiten analizar la
realidad de manera más inteligente, y la inteligencia es lo que, en última
instancia, hace al éxito del intelectual.
Hay una última dimensión que se relaciona con las dos
primeras: es la del poder que genera el discurso del intelectual. Porque si
bien es cierto que en la actualidad -pero también a lo largo de toda la
historia humana- el discurso intelectual le llega a poca gente (lo que es
decir: no define nada políticamente), no puede negarse que cuando los
intelectuales escriben, saben que lo hacen con determinada intencionalidad y
que hay algo de su escritura que se pondrá en juego en la realpolitik a
nivel simbólico. La vieja generación (Sarlo, González, Verbitsky) lo saben, y
también la nueva generación (Rodríguez, Schmidt, y el resto de los blogueros).
Pero que estos escritores sean conscientes de los presupuestos políticos que se
ponen en juego en su escritura, no quiere decir que no sepan también que lo
suyo es una tarea fructífera si se animan a pensar más allá de sus tradiciones
heredadas.
Desde lo del Turco, vi luz y entré. De curioso,Con el rabillo -baqueano en no mirar a la Sophia a los ojos- percibí el anhelo, en las primeras líneas, de evitar el lugar común de hacer poesía, del dictado prosaico de una glándula. Será cuestión de seguir curioseando el pathos, esperando no hallar a su mal gemelo. Mis respetos
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