“Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas a sus propios ojos que la idea de lo que les es específico sobrevive sólo en la forma más abstracta: «personalidad» no significa para ellos, en la práctica, más que dientes blancos y libertad frente al sudor y las emociones.”
Lunes post electoral. Elecciones con sabor
a poco. ¿Quién ganó? ¿Qué se ganó? Los diarios y los blogs llenos de
especulaciones en torno a números, girando alrededor de esos conceptos en que
se basa nuestro sistema político: representación y democracia. El último, al
menos para quienes nacimos después del 83, nos es harto conocido: es nuestro
medio natural, no nos sorprende en nada. El otro, representación, es más
complejo.
Representación podría definirse como la
relación simbólica que establecen los hombres con las cosas o con otros
hombres. En otras palabras, es la mediación necesaria que establece el hombre
con su medio. El conjunto de nuestras representaciones (en filosofía)
constituye justamente nuestra concepción del mundo.
Walter Benjamin dice que ese tipo de
relación que establecemos ha ido mutando: los hombres antiguos miraban las
vísceras de los animales para predecir el futuro, hoy esa relación simbólica
está dominada por el lenguaje.
Representación política es otra cosa, pero
al mismo tiempo lo mismo. Votamos a quien nos representa. El simbolismo que
compartimos con nuestros candidatos define -racional y/o emocionalmente- a
quien votamos. Si hubiera que elegir alguna de las dos opciones probablemente
las causas emocionales tengan un peso mayor a la hora de definir el voto,
causas que después pueden racionalizarse con mejores o peores argumentos. Pero
la elección está determinada por esa relación llamada representación.
Más allá de los números, interesa pensar en algunas figuras que dominaban la pantalla de la televisión en el día de ayer: Massa, Scioli, Insaurralde, Michetti, Macri. Podríamos también incluir a Altamira. (Al parecer, uno de los trending topics en twitter ayer era el parecido entre el candidato del Partido Obrero y Flavio Mendoza). Esas figuras, ¿qué nos intentan transmitir? ¿En qué nos representan? O, mejor dicho, ¿cómo establecemos ese lazo representativo con ellas?
Ese lazo probablemente esté fundamentado
en una razón estética. Y en lo que hace al problema de qué es lo quieren
transmitir, la respuesta es nada. No transmiten absolutamente nada. Sus
discursos son vacíos, sus dientes son blancos, su festejo es pura diversión. La
espectacularidad domina los escenarios. Bien podría decirse: no ocurría eso en
el escenario kirchnerista. Es verdad. No había diversión allí, pero sí la hubo
durante la campaña: las fotos, el sentimentalismo de la foto con Cirio, los
spots basados más en las reglas de la publicidad comercial que en las de la
propaganda política.
Releamos “la industria cultural”, allí
aparecen todas las marcas que definen al mundo contemporáneo (la política
incluida): es el adormecimiento de la crítica, es la manipulación y
organización de los consumidores (de política, puede agregarse), la diversión
como prolongación del trabajo bajo el “capitalismo tardío”. Adorno y Horkheimer
sostienen allí: “toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es
cuidadosamente evitada” . Descripción que podría adscribirse a los discursos
“triunfantes” (todos ellos, incluido el del kirchnerismo) de las elecciones de
ayer.
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Alguien podría argumentar que el
kirchnerismo justamente no fue eso, podría decir que con su relato épico -por
el contrario- insistió en esa nostalgia de la lucha ideológica, lo que Asís
llama “la revolución imaginaria”.
De hecho CFK escribió en un twitt del 28 de abril, 8.39 pm: “Las utopías, los motores de los grandes cambios y avances de la humanidad. La historia no se acaba ni se acabará nunca. Sorry Fukuyama.”
El problema es que el kirchnerismo (tratemos de pensarlo como fenómeno epocal) vino a imponer imaginariamente esa idea, pero no había una ideología que luchara contra otra. Por eso hubo que crear enemigos (Clarín, el campo, la corte). Pero, nuevamente, como dicen Adorno y Horkheimer, lo que se resiste puede sobrevivir sólo en la medida que se integra. Es decir, todo está ya integrado a este sistema de “la industria política”, que comparte los caracteres de espectáculo, diversión y naturalidad con la industria cultural.
El relato kirchnerista no era realmente ideológico, sólo fue la apariencia del kirchnerismo. Una anomalía más que asimiló el sistema, así como la anomalía de los conflictos sociales o políticos es asimilada por nuestras amadas series de televisión norteamericanas (Homeland, Breaking Bad, etc.), una vez más la industria cultural: todo conflicto se presenta en la pantalla y así se neutraliza.
Y ahora esa apariencia (la del kirchnerismo como fenómeno
de época) da muestras de estar agotándose, pero sólo para que sea reemplazada
por una apariencia nueva, opuesta, pero que conserva algo de lo anterior. Es,
en el fondo, lo mismo. En otras palabras, no hay conflicto ideológico en una
democracia liberal como la nuestra, vivimos en el fin de la historia de occidente.
Cuando alguien cita al “es la economía, estúpido” de Clinton, está diciendo un
poco eso: no hay voluntarismo político que pueda transformar radicalmente el
mundo, no es una posición intelectual, es un dato de la realidad. Nuestras
sociedades occidentales asimilaron completamente -y en múltiples ámbitos,
incluida la política- el fascismo (así lo llaman los frankfurtianos) de la
industria cultural.
Algunos podrán creer que esta es una visión pesimista.
Quienes así lo piensan -o pensamos- es debido al residuo nostálgico de la
modernidad. Es improbable que Massa, por ejemplo, lo viva con ese pesar.
Santiago Armando alguna vez sintetizó en un canto eleccionario en la Facultad de Filosofía y Letras que el fin de la historia ya había ocurrido hacía tiempo, que ya se habían terminado Marx y los grandes relatos, hecho disruptivo frente al modernismo que caracteriza a los partidos trotskistas que allí dominan la representación política.
Sin embargo, él mismo sostuvo unos años después en su libro
que los hechos acaecidos en los países centrales a comienzos del siglo XXI
refutan la tesis del fin de la historia. Le proponemos, entonces, el desafío de
refutar este escrito.