lunes, 28 de octubre de 2013

El relato como apariencia

“Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas a sus propios ojos que la idea de lo que les es específico sobrevive sólo en la forma más abstracta: «personalidad» no significa para ellos, en la práctica, más que dientes blancos y libertad frente al sudor y las emociones.”







Lunes post electoral. Elecciones con sabor a poco. ¿Quién ganó? ¿Qué se ganó? Los diarios y los blogs llenos de especulaciones en torno a números, girando alrededor de esos conceptos en que se basa nuestro sistema político: representación y democracia. El último, al menos para quienes nacimos después del 83, nos es harto conocido: es nuestro medio natural, no nos sorprende en nada. El otro, representación, es más complejo.

Representación podría definirse como la relación simbólica que establecen los hombres con las cosas o con otros hombres. En otras palabras, es la mediación necesaria que establece el hombre con su medio. El conjunto de nuestras representaciones (en filosofía) constituye justamente nuestra concepción del mundo.

Walter Benjamin dice que ese tipo de relación que establecemos ha ido mutando: los hombres antiguos miraban las vísceras de los animales para predecir el futuro, hoy esa relación simbólica está dominada por el lenguaje.

Representación política es otra cosa, pero al mismo tiempo lo mismo. Votamos a quien nos representa. El simbolismo que compartimos con nuestros candidatos define -racional y/o emocionalmente- a quien votamos. Si hubiera que elegir alguna de las dos opciones probablemente las causas emocionales tengan un peso mayor a la hora de definir el voto, causas que después pueden racionalizarse con mejores o peores argumentos. Pero la elección está determinada por esa relación llamada representación.

Más allá de los números, interesa pensar en algunas figuras que dominaban la pantalla de la televisión en el día de ayer: Massa, Scioli, Insaurralde, Michetti, Macri. Podríamos también incluir a Altamira. (Al parecer, uno de los trending topics en twitter ayer era el parecido entre el candidato del Partido Obrero y Flavio Mendoza). Esas figuras, ¿qué nos intentan transmitir? ¿En qué nos representan? O, mejor dicho, ¿cómo establecemos ese lazo representativo con ellas?

Ese lazo probablemente esté fundamentado en una razón estética. Y en lo que hace al problema de qué es lo quieren transmitir, la respuesta es nada. No transmiten absolutamente nada. Sus discursos son vacíos, sus dientes son blancos, su festejo es pura diversión. La espectacularidad domina los escenarios. Bien podría decirse: no ocurría eso en el escenario kirchnerista. Es verdad. No había diversión allí, pero sí la hubo durante la campaña: las fotos, el sentimentalismo de la foto con Cirio, los spots basados más en las reglas de la publicidad comercial que en las de la propaganda política.

Releamos “la industria cultural”, allí aparecen todas las marcas que definen al mundo contemporáneo (la política incluida): es el adormecimiento de la crítica, es la manipulación y organización de los consumidores (de política, puede agregarse), la diversión como prolongación del trabajo bajo el “capitalismo tardío”. Adorno y Horkheimer sostienen allí: “toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada” . Descripción que podría adscribirse a los discursos “triunfantes” (todos ellos, incluido el del kirchnerismo) de las elecciones de ayer.

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Alguien podría argumentar que el kirchnerismo justamente no fue eso, podría decir que con su relato épico -por el contrario- insistió en esa nostalgia de la lucha ideológica, lo que Asís llama “la revolución imaginaria”.

De hecho CFK escribió en un twitt del 28 de abril, 8.39 pm: “Las utopías, los motores de los grandes cambios y avances de la humanidad. La historia no se acaba ni se acabará nunca. Sorry Fukuyama.”

El problema es que el kirchnerismo (tratemos de pensarlo como fenómeno epocal) vino a imponer imaginariamente esa idea, pero no había una ideología que luchara contra otra. Por eso hubo que crear enemigos (Clarín, el campo, la corte). Pero, nuevamente, como dicen Adorno y Horkheimer, lo que se resiste puede sobrevivir sólo en la medida que se integra. Es decir, todo está ya integrado a este sistema de “la industria política”, que comparte los caracteres de espectáculo, diversión y naturalidad con la industria cultural.

El relato kirchnerista no era realmente ideológico, sólo fue la apariencia del kirchnerismo. Una anomalía más que asimiló el sistema, así como la anomalía de los conflictos sociales o políticos es asimilada por nuestras amadas series de televisión norteamericanas (Homeland, Breaking Bad, etc.), una vez más la industria cultural: todo conflicto se presenta en la pantalla y así se neutraliza.

Y ahora esa apariencia (la del kirchnerismo como fenómeno de época) da muestras de estar agotándose, pero sólo para que sea reemplazada por una apariencia nueva, opuesta, pero que conserva algo de lo anterior. Es, en el fondo, lo mismo. En otras palabras, no hay conflicto ideológico en una democracia liberal como la nuestra, vivimos en el fin de la historia de occidente. Cuando alguien cita al “es la economía, estúpido” de Clinton, está diciendo un poco eso: no hay voluntarismo político que pueda transformar radicalmente el mundo, no es una posición intelectual, es un dato de la realidad. Nuestras sociedades occidentales asimilaron completamente -y en múltiples ámbitos, incluida la política- el fascismo (así lo llaman los frankfurtianos) de la industria cultural.

Algunos podrán creer que esta es una visión pesimista. Quienes así lo piensan -o pensamos- es debido al residuo nostálgico de la modernidad. Es improbable que Massa, por ejemplo, lo viva con ese pesar.

Santiago Armando alguna vez sintetizó en un canto eleccionario en la Facultad de Filosofía y Letras que el fin de la historia ya había ocurrido hacía tiempo, que ya se habían terminado Marx y los grandes relatos, hecho disruptivo frente al modernismo que caracteriza a los partidos trotskistas que allí dominan la representación política.


Sin embargo, él mismo sostuvo unos años después en su libro que los hechos acaecidos en los países centrales a comienzos del siglo XXI refutan la tesis del fin de la historia. Le proponemos, entonces, el desafío de refutar este escrito. 

sábado, 12 de octubre de 2013

Las niñas bonitas

I.
Hay momentos en que extraño cierta inocencia de mi infancia y adolescencia.
Como cuando pensaba que todo era posible y me imaginaba una vida futura admirable. Pensaba que iba a tener hijos antes de los 30 y que todos los hombres a los que les entregaría mi amor se lo iban a merecer realmente. Me imaginaba como una mujer de hierro: segura, fuerte, respetada y hasta un poco temida. Me imaginaba, en ese sentido, de convicciones firmes y sobre todo, resuelta. 
Creo que todas las chicas de mi generación que conozco, que son mis amigas o que podrían serlo, tenemos todavía una visión parecida sobre eso que queremos ser, aunque ya somos mucho más concretas que a los 15 años, cuando todo era lo que nuestra imaginación nos permitía.
Lo más difícil es que no queremos perder nada de lo que nos hace ser mujeres y ganar todo lo que los hombres siempre tuvieron: trabajar, producir, tener poder, ser admiradas por lo que hacemos, jugar al fútbol, tomar tragos fuertes.
Queremos, también, y contra cierta mezquindad femenina que existe efectivamente, admirarnos entre nosotras. Para los hombres la admiración hacia una mujer va a mezclarse indefectiblemente -en no todos, pero en la mayoría de los casos- con el deseo sexual. En cambio nosotras podemos admirarnos en tanto modelos a seguir. Mis referentes -quiero decirlo- son figuras femeninas.


II.
Siempre me gustó la política, aún cuando casi no sabía nada sobre ella, cuando en el secundario trataba de entender lo que pasaba sin tener ningún tipo de memoria histórica de los hechos. Hace poco un hombre me dijo que para las mujeres es difícil, que la política es un ámbito muy masculino.
Creo que hay algo de la relación con mi papá que se trasluce en eso: somos los dos “políticos” de la casa, él me llama para decirme que prenda la radio, que están haciendo una entrevista muy buena; yo lo llamo para comentarle un artículo de algún blog que leí; los domingos nos sentamos en el sillón a leer los diarios que llegan a la mañana: hacemos mate y tomamos los dos, después se despiertan mis hermanos y comemos, volvemos a los diarios, al mate, a las pequeñas charlas de domingo, son esos pequeños rituales que para mí significan la felicidad.



III.

Anoche fue el cumpleaños de mi mamá. Fuimos a comer a un restaurant con ella, mi papá y mis hermanos. Había en la mesa de al lado varias parejas, una de ellas con una nenita rubia y con unos ojos impresionantes que andaba dando vueltas de acá para allá, terriblemente aburrida entre tantos adultos. Miré a mi familia y pensé que sin ellos estaría perdida. Pensé que cuando no estoy trabajando o estudiando, mi casa -la de mis viejos- esa casa estilo racionalista, diseñada hasta en los más mínimos detalles, anclada en el centro de un barrio que parece casi un pueblo, esa casa, me hace sentir que tengo un refugio para toda la eternidad. Y entonces pienso en si realmente no quiero también eso para mí, y construir también algo lindo en los afectos, un hogar, una familia y ser también mujer en ese sentido.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La austeridad tiene que ver con la libertad

En las páginas del libro de Javier Auyero y María Fernanda Berti titulado La violencia en los márgenes aparecen dibujos de niños que están en la escuela primaria a los que les han dado una consigna: representar un situación que les gusta y otra que no les gusta de sus vidas. En varios dibujos aparecen figuras de hombres con armas disparándose. Cuentan algunos chicos que en sus barrios les atemoriza -a la noche, cuando intentan conciliar el sueño- el ruido de los disparos.


Cualquiera pensaría que un texto que empieza así continúa con lugares comunes de la izquierda, e incluso podría imaginar su desenlace: una demanda por más presencia estatal, por lucha contra el narcotráfico, por mejor educación y salud públicas, por la tan mentada “distribución del ingreso”, consensos que ya no vale la pena discutir porque nadie es tan insensato como para no compartirlos. Excepto para quienes caen en la trampa que proponen los cansados constructores del relato: agitar el fantasma de la derecha para opacar el cómo se resuelven esos problemas. Ignoro si la trampa es intencional o no.


Partimos -entonces- de una tesis: el poder político puede resolver problemas y los puede resolver mucho mejor que las organizaciones sociales, los sindicatos, los centros de estudiantes. Sobre todo, porque tiene todos los recursos disponibles.


Segunda tesis: cómo gestionar esos recursos más eficientemente es el real problema que tiene hoy la sociedad argentina, y es la sociedad la que tiene el problema porque ella misma es rehén de la clase política que ha perdido sus capacidades de gestión, conducción y eficiencia.
Sí, superamos al neoliberalismo (al igual que los otros países de Latinoamérica), hay más Estado, pero ese Estado: ¿funciona bien?
Hay que admitir la derrota real (insisto mucho en separar los términos real y simbólico, porque el kirchnerismo nos ha sometido a una confusión constante entre estos dos ámbitos): mayor Estado no se tradujo en mejor Estado. 
Pensemos qué Estado nos deja el kirchnerismo como sociedad y no qué le deja el kirchnerismo al kirchnerismo, o a los kirchneristas.
Hay más presupuesto para educación, para salud, tenemos una ley de trata, una ley de medios, una aerolínea de bandera, YPF, la AUH.
¿Por qué confiamos ciegamente en que el Estado va a resolver mejor esos problemas? ¿Sólo por altruismo de quienes participan del Estado? ¿Confiamos en su bondad? ¿Confiamos porque no portan “intereses”? ¿Por qué "interés" es mala palabra?
¿Acaso nuestras propias vidas no se explican por los intereses que nos mueven a hacer determinadas cosas y no otras? La libertad, esa palabra sagrada, no quiere decir más que eso: poder hacer, poder ser, poder desarrollar las fuerzas más íntimas de nuestras fibras humanas. Cualquiera que conozca la vida estatal puede jurar que en la mayoría de los casos ahí no hay nada de eso.


Tercera tesis: el kirchnerismo fue la reacción de izquierda a la tónica de derecha dominante en los noventa. Por eso fue muy difícil disputarle al gobierno por izquierda, y todas las organizaciones que se ubicaban dentro de ese espectro ideológico se dividieron entre los que no apoyaron al kirchnerismo y los que sí lo hicieron, estos últimos con el siguiente  razonamiento: si hasta el 2001 nuestras banderas eran las de un mayor Estado, la de la AUH, la de la lucha contra los indultos ¿por qué oponernos ahora a un gobierno que nos da todo eso?
Y como toda crítica a la ineficiencia estatal se ubica tradicionalmente a la derecha, no entraba en el esquema ideológico. La corrupción -que sí es una crítica tradicional de izquierda- por alguna razón, o bien se desconoció, o bien se la ninguneó por ser de un republicanismo contrario al ideario nacional popular.
La cuestión es que la pregunta por la eficiencia del Estado quedó opacada y se habilitó -por izquierda- la intervención del Indec (y con ello toda posibilidad de una discusión sensata sobre las estadísticas, justamente por carecer de un suelo común a partir del cual discutir), estatizaciones irresponsables y el acallamiento de problemas reales en los lugares tradicionales de un estado que se pretende igualador: educación, salud, trabajo y transporte.


Hoy Daniel Filmus dijo que de todas las mujeres de 24 años en el país, 84 mil no trabajan ni estudian. Lejos de reconocer una falla en la gestión estatal de los recursos, el senador aseguró que "la mitad de las mujeres ni-ni tienen niños menores de 5 años; gracias a la Asignación Universal por Hijo, están en el lugar que tienen que estar, cuidando a los chicos porque tienen recursos para hacerlo ". Lo curioso es el presupuesto -que tendría poca aceptación en la clase media profesional de la que proviene Filmus- de que la mujer tiene que estar en casa cuidando niños.
En total, los ni ni ascienden a 850 mil y probablemente muchos de los chicos que aparecen en el libro de Auyero con que abrimos este post, terminen perteneciendo -si las cosas siguen así- a esa categoría.

Quizás, por no querer -o temer- dar el debate acerca de cómo debe ser un Estado estemos hipotecando nuestro futuro como sociedad, no sólo como individuos.