domingo, 8 de diciembre de 2013

Mi generación no es la tuya


Los que nacimos después de 1983 crecimos bajo el lema que reza: “dentro de la democracia todo, fuera de la democracia nada”. Incluso para aquellos que hoy consideran que una democracia liberal como la nuestra está al servicio de los intereses del capital, sigue resonando esa palabra como portadora de un bien universal incuestionable.
Esto es posible -en parte- porque el telón de fondo de la idea de democracia en la Argentina sigue siendo la dictadura. Aun para los que no tuvimos experiencia de la represión dictatorial, la idea de democracia se valoriza en contraste con ese recuerdo que está en la memoria colectiva. Los 30 años de democracia son, también, los 30 años que nos separan del fin de los períodos dictatoriales.
En cada elección nunca falta el que recuerda que el sufragio es una nueva reafirmación de la democracia. Es que hay al menos una continuidad en el país que homogeneiza estos 30 años con ese denominador común: el Estado de derecho, el pacto social como contrato inalienable, la idea de que si hay estado de excepción, que sea lo más breve posible.
Esa continuidad, también, es una continuidad generacional. Nuestros padres se entendían a sí mismos como revolucionarios y, en ese momento, la revolución no era algo que solo aparecía en el terreno de las ideas políticas, era también marcar una diferencia abismal entre sus padres y ellos mismos. Esa épica romántica comenzó a apagarse en 1976, y cuando en 1983 esos hombres y mujeres que habían sufrido la censura resurgieron de las sombras, tuvieron dos opciones: o continuar la prédica previa a los años oscuros, o adaptar las ideas de izquierda a la nueva configuración política que hacía de la democracia el piso para cualquier discusión.
Y esa síntesis que -por suerte- muchos hicieron, nos fue transmitida a nosotros, sus hijos, sin conflictos. De ahí que vayamos con ellos a las marchas del 24 de marzo, que votemos a los mismos candidatos, que seamos igual de fanáticos de los Beatles que ellos. Mientras que en el 73 hay un chico de 20 años que se enfrenta su padre militar aclarándole: “yo soy comunista”, en el 93 hay un niño que lee los libritos de Página 12 junto a sus padres.
En esa síntesis entre izquierda y democracia, la figura de un político como Menem ayudaba a moldearnos y a definirnos políticamente, sobre todo porque era fácil estar contra Menem. Sí, teníamos diez años en esa época, pero existía un repertorio muy claro de símbolos en nuestras casas que forman parte de los recuerdos de la infancia: los stickers del Frente Grande, Página 12, los festivales de música al aire libre en los que tocaba León Gieco o Jaime Roos.
Alfonsín, en cambio, fue una figura  -al menos para los que no venimos de familias radicales- neutral: no se había ganado el odio, pero la economía de finales de los ochenta -sospecho- era todavía un recuerdo reciente bastante amargo. Recién ahora, algunos -a través de algunas lecturas- entrevemos que Alfonsín fue mucho más que un personaje neutral. Pensamos que Alfonsín tuvo suficiente capital político y suficiente convicción para hacer dos cosas que en ese momento eran impensables: primero, ganarle una elección al peronismo; segundo, enjuiciar a los altos mandos militares.
De alguna manera, esas dos acciones definirían un proceso de normalización para la Argentina que sentaría las bases (o el marco jurídico y político) para los años futuros. Y las concesiones que tuvo que hacer Alfonsín finalmente salvaguardaron eso que se había empezado a gestar en 1983.
Hoy las nuevas generaciones siguen votando parecido a sus padres, pero habría que ver si el suelo de la democracia no está ya mucho más naturalizado en ellos. Como tampoco es claro para esos chicos lo que sí estaba claro en 1983: sólo había dos espacios políticos posibles, el peronismo y el radicalismo. Quizás esa falta les de espacio para ver mejor -con menos prejuicios y con identidades políticas menos anquilosadas- cuáles son los temas de los próximos 30 años.

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